Maribel Hastings y David Torres
Este domingo Donald Trump tildó a México de “abusador” porque “sólo toma y nunca da”. Pero como dice el refrán: “El burro hablando de orejas”.
Porque no sólo han sido abusadoras las políticas migratorias de este presidente, sobre todo por la separación de familias en la frontera, perder el rastro a los niños separados, o incluso las muertes de seis menores de edad en custodia estadunidense en centros de detención. Es también el bagaje histórico que tiene una declaración como esa cuando se conocen de sobra los abusos cometidos por Estados Unidos no sólo en México, sino en toda América Latina, tolerados a medias cuando injustamente les ha dado trato de “patio trasero” para llevar a cabo abusos estratégicos en momentos que ha considerado “peligrosos” para sus intereses nacionales.
De hecho, la relación histórica entre estos eternos “vecinos distantes”, frase acuñada por el periodista Alan Riding en su libro sobre México publicado hacia los años 80, ha sido más bien un cúmulo de buenos propósitos en el que la permanente incomodidad de Estados Unidos por tener que tratar con una economía menos afortunada se ha convertido en la norma de una relación geopolítica inevitable que permanecerá así, le guste o no, hasta el final de los tiempos.
Es decir, este país seguramente habría querido tener otro tipo de vecino en el sur que, incluso después de una relación desigual y de permanente acoso —sobre todo en los primeros tiempos de la histórica relación bilateral— siguiera sometido y sin responder con soberanía e independencia a los nuevos intentos de imposición o condicionamientos por no actuar como al Norte le interesa.
La pérdida de territorio mexicano en el Siglo XIX, el amago intervencionista estadunidense en Veracruz, en 1914, e incluso la expedición punitiva de 1917 para perseguir, infructuosamente, al jefe revolucionario Pancho Villa en territorio mexicano, dan cuenta de un acecho inocultable; a éste se suma ahora ese incalificable ultimátum de aumentar gradualmente las tarifas arancelarias a productos provenientes de México si este país no detiene la migración indocumentada que tiene como objetivo llegar a Estados Unidos.
Es decir, como todo abusador, culpa a otros del origen de un problema en el que también tiene corresponsabilidad moral, económica, histórica y, sobre todo, militar.
En efecto, son precisamente las intervenciones de Estados Unidos en diversos momentos históricos y de diversa índole las que fueron cimentando las bases para el caos y la violencia en que están sumidos los países de los que hoy huyen miles de migrantes, en particular de Centroamérica. Un círculo vicioso que aquí se interpreta ahora como “invasión”, pero que la rueca del dinero establece como una realidad llena de desproporciones económicas con brechas cada vez más brutales.
Claro está que muchos de los gobiernos de esos países tampoco tienen las manos limpias porque han sido cómplices del abuso. Muchas de las intervenciones se hicieron con el aval y el conocimiento de las cúpulas gubernamentales de turno, o mediante la asistencia a militares corruptos a los que no les tembló la mano para encarcelar, torturar y matar a su propia gente. Es decir, que para defender sus intereses militares, comerciales y económicos, Estados Unidos ha derrocado gobiernos y colaborado con dictadores cuando le conviene; y cuando ya no le sirven, no ha tenido ningún problema en derrocar o presentarle cargos a los mismos dictadores cuando ya le resultan incómodos.
Es una fórmula ya tan obvia, que hasta ahora su infalibilidad tiene necesariamente que exhibir la verdadera esencia del país propulsor de infortunios regionales, en función de su engrandecimiento nacional. No hay misterio ni crítica en eso: es una simple realidad maniquea que se ha convertido en una normalidad conveniente para esta economía y su fortalecimiento. Es así el sistema, dirían los especialistas.
El expansionismo también llevó a este país a la Guerra Hispanoamericana que culminó con el Tratado de París de 1898, con el que España renuncia a sus reclamos territoriales sobre Cuba, cede a Estados Unidos a Guam y Puerto Rico, y también transfiere su soberanía sobre las Filipinas a Estados Unidos, por la modesta suma de 20 millones de dólares.
Y cómo olvidar el desfile de golpes de estado que derrocaban a mandatarios latinoamericanos incómodos a los intereses de Estados Unidos, asegurándoles el poder a militares; y a dictadores que violentaban todos los derechos que Estados Unidos dice defender.
Es decir, décadas de abuso, violencia, corrupción y olvido han sido caldo de cultivo para el caos que impera, por ejemplo en Centroamérica, de donde procede la mayor parte de las familias que siguen llegando a una atiborrada frontera.
Ahora esas familias buscan refugio en la nación que en algún momento de la historia intervino de alguna forma en sus países. Lo que ocurre es en gran medida lo que ha cosechado Estados Unidos, que ahora se lava las manos o como en el caso de Trump, elimina programas de ayuda económica para organizaciones no gubernamentales que buscan asistir a sus connacionales para que no se conviertan en otra estadística trágica más en la frontera sur estadunidense.
Cada migrante y cada familia que llega a este país buscando refugio es producto de una cadena de abusos que han quedado registrados en las historias de sus naciones y de este país, ligados precisamente por esa barbarie histórica y no por una buena vecindad que produzca éxitos continentales y regionales para el mejor funcionamiento de las sociedades que deberían buscar el combate a la desigualdad.
Pero lamentablemente dicen que la ignorancia es atrevida, y Trump lanza piedras a nuestro vecino del Sur cuando Estados Unidos tiene techo de cristal■