Maribel Hastings y David Torres
El 15 de junio marca el décimo aniversario de la orden ejecutiva que giró el expresidente Barack Obama creando la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA), que ha otorgado permisos de trabajo y amparo de la deportación a miles de jóvenes indocumentados que llegaron antes de 2007.
Una década después, DACA enfrenta muchos escollos legales y, de hecho, un fallo judicial lo limita a renovar permisos y a no aceptar nuevas solicitudes. Son alrededor de 100 mil los jóvenes que se graduarán de preparatoria este año sin la posibilidad de obtener un permiso de trabajo, una situación que complica su realidad inmediata, la de sus familias y la de sus vecindarios.
Sus planes a mediano y largo plazos quedan desde este momento en el limbo, pues su formación profesional queda truncada, su eventual experiencia laboral en su ámbito de interés académico se limita definitivamente y, por ende, el sustento con el que soñaban para ellos y sus seres queridos se reduce a un trabajo en el que no se imaginaban, dado su interés en estudios superiores.
Por ello, el aniversario de DACA es un recordatorio sobre la fragilidad del programa y de la inacción del Congreso en proveer una solución permanente, ya sea sólo para los Soñadores o como parte de la esquiva reforma migratoria.
Y por estos días en que soplan vientos electorales, esa inacción y postergación del Congreso no se limitan a inmigración, sino a otras medidas, como por ejemplo proyectos de ley sobre el control de armas en una nación que semeja a un pueblo vaquero donde todo se soluciona a balazos. En estos últimos días, además de las masacres de Buffalo, Nueva York, y Uvalde, Texas, se multiplicaron incidentes durante el pasado fin de semana en diversas ciudades a través del país, que culminaron en balaceras, muertos y heridos.
La proyección internacional de esas imágenes ha vuelto a poner en la balanza un sistema de “libertades” mal entendidas y peor reguladas, que hacen ver a Estados Unidos, pero sobre todo a su sociedad, como el hazmerreír de la historia humana con una nación que lo tiene todo, menos cordura para modificar los ímpetus de su psicología militarizada.
Porque si se pensaba que la matanza de niños en Uvalde iba a cambiar las mentes de republicanos y de los poderosos cabilderos de las armas para, al menos, tener mayores regulaciones —o bien, eliminar armas militares que están a la disposición de desequilibrados jóvenes de 18 años en armerías y casas de empeño—, pues se volvió a caer en el error. La masacre de niños en Sandy Hook en 2012 tampoco los sensibilizó.
Este tema de las armas es como una novela que se repite una y otra vez con el mismo principio y el mismo final. Se produce la matanza, y en muchas ocasiones el asesino es motivado por racismo y otros prejuicios; los medios informativos, la nación, la Casa Blanca y el Congreso de turno expresan su consternación por los sucesos; a su vez, el Congreso desempolva medidas de control de armas que nunca se aprueban; el reloj corre, el shock del momento es sustituido por algún otro tema… y el asunto no se resuelve. Hasta que venga la próxima matanza y se repite el mismo libreto.
Es decir, la nación se ha insensibilizado ante la violencia de las armas y ante la inacción para encararla. Por ello, esos “lobos solitarios” supremacistas se agazapan en espera de la próxima señal de la retórica de odio hacia las minorías no blancas para actuar en nombre de una absurda teoría conspirativa del “gran reemplazo”, que sus nuevos viejos “héroes” esgrimen en estos días como estrategia de campaña para impulsar su agenda neonazi.
Es lo mismo con inmigración. Se citan mil estudios sobre los beneficios para el país de legalizar la mano de obra indocumentada; hay lamentos porque los llamados Soñadores siguen sin legalizarse y porque la protección temporal que recibieron hace una década está en la cuerda floja en los tribunales; nos recuerdan que incluso las manos que recogen y procesan nuestros alimentos, los trabajadores agrícolas, no tienen documentación, en su mayoría. Los republicanos, por su parte, se van a la frontera a montar un teatro sobre la “crisis” que hay, aseguran que estamos siendo “invadidos”, pero son los primeros en bloquear proyectos de ley que buscan reformar las leyes de inmigración en sus diversas manifestaciones: frontera, asilo, indocumentados, etcétera.
Esos republicanos apuestan, por supuesto, no a salvaguardar sus principios como partido, sino a beneficiarse políticamente de los remanentes de ese rancio Trumpismo que sigue apoderándose del ala conservadora del país, promoviendo no sólo la agenda antinmigrante, sino haciendo retroceder décadas los derechos civiles, para volver a invisibilizar a las minorías, sobre todo a los inmigrantes de color.
Esto ocurre porque en este país y en este Congreso se ha perfeccionado el arte de hacer creer que se está haciendo algo. Es decir, a los políticos y politiqueros y a muchos de sus amigos, particularmente en los medios de prensa de derecha, les resulta más rentable y beneficioso desde el punto de vista electoral señalar que existe un problema, condenar y culpar a los demócratas de ese problema; pero si esos demócratas proponen una solución, pues también la bloquean y la rechazan. Les conviene que el problema del que tanto se quejan no se solucione.
En todo caso, quienes sí hacen su parte son, por supuesto los Dreamers, cuyas aportaciones año con año han sido evaluadas y elogiadas por propios y extraños, destacándose sobre todo lo que han hecho por el país hasta el momento, pero sobre todo lo que podrían hacer si su situación se regularizara.
Por ejemplo, cada investigación sobre el tema nos dice que los Dreamers agregan más de 40 mil millones de dólares al año al Producto Interno Bruto (PIB), lo que se traduce en casi seis veces más que los 7 mil millones de dólares que DACA le cuesta a Estados Unidos. Ello se debe, entre muchos otros factores, a que este grupo de jóvenes también ha pasado a formar parte de la economía como compradores e inversionistas, ya sea en el sector automovilístico o en el inmobiliario. También han abierto negocios, han creado empleos, han multiplicado el servicio bancario al abrir cuentas, pero sobre todo han fortalecido la competitividad internacional del país como parte de su preparación educativa.
Sin embargo, aún hay muchos ciudadanos que se creen las falacias sobre los inmigrantes y los Dreamers, pues esos votantes consumen todo lo que ven y leen en plataformas sociales de dudosa reputación, y lo que le dicen sus funcionarios electos también de dudosa reputación. El expresidente Donald Trump perfeccionó esta táctica y ahora sus ‘achichincles’ la ponen en práctica, entre ellos el líder de la minoría republicana en la Cámara Baja, Kevin McCarthy, la tercera en rango en el liderazgo republicano de la Cámara, Elise Stefanik, así como peligrosos demagogos como los congresistas republicanos Marjorie Taylor Greene y Matt Gaetz, por nombrar un par.
Estas figuras han perpetuado la mentira de que la elección 2020 le fue “robada” a Trump y ahora su mensaje central es que estamos siendo “invadidos” por migrantes indocumentados y que los demócratas quieren arrebatarles su derecho a armarse hasta los dientes con rifles militares de asalto para cazar venados.
Toda la ignorancia que sustenta a ese grupo extremista republicano les impide saber que si DACA fuese eliminado definitivamente, la pérdida para la economía estadunidense podría elevarse a más de 21 mil millones de dólares. ¿Será más su racismo que esta realidad económica palpable que producen, por ejemplo, los Dreamers?
Lo peor del caso es que la demagogia y el bloqueo republicanos producen una paralización en el Congreso ahora de mayoría demócrata; y estos últimos siempre han pecado de dejarse intimidar por su facción moderada y por los republicanos hasta llegar a la total inacción y no tener mucho que mostrar de cara a las elecciones intermedias de noviembre, cuando está en juego el control del Congreso.
Porque en el fondo los demócratas también le sacan partido a esa paralización republicana, pues tienen a quien culpar por lo no conseguido. El peligro es que el perfil de los votantes va cambiando y muchos electores hoy en día no tienen la misma paciencia ni lealtad hacia los partidos. Votan esperando resultados, algo que en este ciclo electoral será muy difícil demostrar.