Maribel Hastings
Me sigo preguntando si los políticos demócratas entienden lo que está en juego en la elección presidencial de 2020; es decir, si han asimilado lo que supondría un segundo periodo de Donald Trump en la Presidencia.
Y me lo pregunto porque el anticlimático debate demócrata de la semana pasada no aclaró quién de tantos precandidatos podrá movilizar e inspirar a los votantes que desean un cambio, del mismo modo en que Trump moviliza a su base prejuiciosa.
Si bien es cierto que un sector del electorado está dispuesto a votar en 2020 por una escoba con sombrero si eso supone prevenir un segundo mandato de Trump, también es cierto que hay que energizar a los votantes. En 2016 los demócratas apostaron erradamente a que Hillary Clinton era imparable y que Trump con su descabezada campaña de excesos no ganaría. Ahora que es presidente, los demócratas siguen apostando equivocadamente a que esos excesos de Trump, que se han tornado en deplorables políticas públicas en todos los rubros -inmigración, medio ambiente, salud, política exterior-, serán suficientes para movilizar votantes.
Pero por lo que he visto hasta ahora, si 2020 resulta en una ola azul demócrata será a pesar de los mismos demócratas y no por parte de ellos. Es decir, será porque el propio electorado se movilice; porque los grupos cívicos encargados de registrar y movilizar votantes se lancen a las calles como hacen en cada ciclo electoral para garantizar que la gente vote; porque esa misma gente entienda que un segundo periodo presidencial de Trump terminará de cambiar el panorama político en detrimento de los sectores más vulnerables, particularmente pobres, minorías e inmigrantes.
Trump se ha tornado en un dilema para los demócratas. Unos creen que responder a cada uno de sus ataques es darle más municiones, pero al mismo tiempo entienden que el ataque frontal de Trump a las instituciones de este país, a los sectores más necesitados, su asalto a la democracia y a la decencia tienen que ser enfrentados, pero el cómo atajarlo todavía no es un arte que dominen. Además, la diversidad demócrata hace que no exista consenso, tal y como ha quedado demostrado en la disyuntiva de si proceder o no con una pesquisa sobre una potencial destitución de Trump, por la lista de conductas cuestionables que para muchos confirman que ha obstruido la justicia, entre muchas otras cosas.
De otra parte, a veces condenan las políticas de Trump en el tema que sea, como en el caso de la inmigración, pero no establecen con claridad su contrapropuesta.
O peor aún, su desesperación por establecer un claro contraste con los demás los lleva a ser crueles y mezquinos, como el caso del exsecretario de Vivienda, Julián Castro, cuando en su intento de demostrar que el exvicepresidente Joe Biden no está apto para la presidencia por su edad, le espeta que quizá no recuerda lo que dijo hace dos minutos. Ah, la juventud. Algunos de estos políticos jóvenes creen que lo serán eternamente y tratan de usar la edad como factor en contra de sus rivales. Si el planeta no revienta antes de lo previsto por el cambio climático, es probable que Castro, con suerte, llegue a la edad de Biden y veremos entonces si sigue pensando como ahora.
Por eso concuerdo con otro de los precandidatos demócratas, el excongresista de Texas, Beto O’Rourke, cuando declaró este domingo que “a quién diablos le importa la edad de Biden”. Y añadió: “Tenemos niños enjaulados. Tenemos diez años para confrontar el cambio climático. Millones no pueden ver a un doctor. Y casi cuarenta mil personas mueren cada año por armas de fuego. Tenemos que hablar de las grandes cosas que realmente le importan a la gente”.
Poco a poco avanza el proceso de eliminación y serán los electores quienes en primarias y asambleas elijan al candidato o candidata que enfrentará a Trump en 2020. Cada sector tiene un importante papel que jugar. Los demócratas no deben dormirse en sus laureles pensando que la maldad de las políticas de Trump, el racismo de este presidente y el caos que lo rodea serán suficientes para frenar su reelección. Tienen que invertir en registrar y movilizar como nunca antes a su base. No volver a hacerlo a última hora como siempre pasa.
Y esos electores también tienen el rol más importante: acudir a las urnas. Si algo demostró 2016 es que las elecciones tienen serias consecuencias; que quedarse en casa porque su candidato no fue el nominado equivale a darle un voto a la oposición.
Quizá entre tanto precandidato demócrata cacareando es difícil ver un claro panorama; quizá ninguno entusiasma a los votantes como lo hizo Barack Obama en 2008.
Pero en este maratón, los aspirantes y los votantes que quieren un cambio de mando tienen el mismo objetivo en mente: evitar la reelección de Trump. Quizá esa misión impida que lo perfecto sea enemigo de lo bueno.