Maribel Hastings
America’s Voice
Si caótica es la presidencia de Donald Trump, caóticas son sus políticas públicas impuestas sobre la marcha, movidas únicamente por la elección de turno y apostando a que el caos y las cortinas de humo mantengan enceguecida a su fiel base y que se mueva a las urnas en noviembre para darle seguimiento al reino de terror que ha emprendido contra los sectores más vulnerables, incluyendo a los niños migrantes.
La crisis de la separación de familias en la frontera venía hirviendo y llegó a su punto de ebullición en días pasados cuando se supo que ya eran casi 2 mil 500 los menores arrebatados a sus padres en la frontera, incluso a muchos migrantes que legalmente se entregaron para solicitar asilo.
En esta oportunidad no fue sólo la prensa en español, que siempre ha estado al pie del cañón cubriendo el tema migratorio con todos sus excesos y sinsabores. Ahora los medios en inglés y medios internacionales dedicaron más espacio y atención al tema quizá por la vulnerabilidad de sus protagonistas: bebés, niñitos menores arrancados de los brazos de sus padres y madres para esparcirlos por prisiones a través del país cual si fueran mercancía.
Presentadores de televisión no pudieron contener sus lágrimas, corresponsales no quitan el dedo del renglón preguntando dónde están esos menores y si el gobierno que los desplazó será capaz de reunificarlos con sus padres.
Trump mostró en todo su esplendor la madera podrida de la que está hecho, su mezquindad, su falta de humanidad. Trump y su siniestro asesor, Stephen Miller, usaron a niños migrantes como monedas de cambio para presionar al Congreso a aceptar su lista de deseos antinmigrantes entre los que destacan su inútil muro, reducir la inmigración documentada, y minar las leyes de asilo. Después de todo, pensaron, a quién le va a importar la suerte de niños pobres, morenos y sin documentos.
Sin embargo, las imágenes, el sonido del llanto y los sollozos de esos niños calaron fuerte, no únicamente entre la prensa, sino entre algunos sectores que hasta el momento habían aceptado sin pestañear los excesos de Trump. Quizá sus razones para reaccionar no son tan magnánimas, son más bien convenencieras porque saben que la imagen del abuso puede repercutir en la conducta de algunos votantes en noviembre. Pero la realidad es que hubo un hasta aquí reforzado por la movilización de ese otro sector que ha estado denunciando el peligro de Trump desde antes que fuera presidente; activistas, abogados, analistas, ciudadanos de a pie, esa otra coalición que sigue sonando la alarma ante los peligrosos excesos de Trump.
Es imposible minimizar las implicaciones de lo que atestiguamos en días pasados, y que seguiremos atestiguando porque la crisis no se ha resuelto.
Lo que presenciamos debe ser razón suficiente para que nos involucremos. Los déspotas, o quienes pretenden emularlos, comienzan por los más vulnerables, en este caso miles de almas que vienen huyendo no de una pobreza extrema sino de una violencia extrema que los orilla a lanzarse a la dura travesía hacia el norte con bebés y niños en brazos buscando un alivio que bajo este gobierno parece ilusorio. De esos más vulnerables, pasan a otros sectores de nuestra sociedad, personas de color, pobres, discapacitados y así van subiendo de tono hasta emprenderla contra la prensa, activistas y aquellos que le supongan una piedra en el zapato.
En medio de esta crisis escuchamos a cada oportunidad que “este no es nuestro Estados Unidos”. Pero parece que muchos no aprenden de los errores pasados o desconocen su historia y por eso corren el riesgo de repetirla.
No se puede tapar el sol con un dedo. Estados Unidos tiene una sórdida historia de maltrato y persecución de diversos sectores y también de separar familias y encarcelar niños: los nativos americanos; los esclavos, los mexicanos, cuando incluso deportó a ciudadanos estadunidenses de origen mexicano y orilló a inmigrantes mexicanos a esconder a sus hijos ciudadanos con conocidos o familiares para que no fueran enviados a México. Los campos de concentración donde detuvieron a japoneses, incluyendo más de 30 mil niños, durante la Segunda Guerra Mundial.
La separación de familias y detener a niños no es pues algo nuevo. Que lo cuenten los descendientes de los esclavos que vendían cual mercancía separando a niños de sus madres y padres.
La separación de niños de sus padres tampoco ha sido exclusiva de Estados Unidos. Que lo cuenten los descendientes de los sobrevivientes del Holocausto durante el Nazismo.
La barbarie puede ser cíclica si bajamos la guardia. No se trata de comparar esta situación con la esclavitud o el Holocausto. Se trata de denunciar y frenar los abusos antes de que se salgan de proporción. Debe congelarle la sangre a cualquiera presenciar un ataque contra niños y bebés pobres cuyas familias huyen de la violencia. Debe congelarle la sangre a cualquiera saber que muchos de esos bebés y niños quizá no vuelvan a ver a sus padres o que pasen meses antes de que puedan reunirse sólo porque Trump decidió inventarse una crisis en la frontera y mostrar mano de hierro para que su base se movilice y lo ayude a mantener las mayorías republicanas del Congreso en noviembre.
Aunque por esta vez la crueldad de Trump se topó con resistencia, no olvidemos que la crisis persiste, las políticas deshumanizantes de encarcelar familias también continúan y la guerra contra los inmigrantes sigue intacta.
No sabemos si en noviembre los electores le pondrán algún tipo de freno a las políticas de Trump colocando al menos una de las cámaras del Congreso en manos demócratas. Si así no fuera, resistir seguirá siendo el llamado. Resistir alzando la voz. Resistir votando.
Maribel Hastings es asesora ejecutiva de America’s Voice