Maribel Hastings
America’s Voice
La semana pasada me estremeció la historia de una joven familia puertorriqueña que, como otros miles, salió de Puerto Rico buscando mejores oportunidades económicas. Pero su ‘Sueño Americano’ se tornó en pesadilla y tras una dura estadía en Delaware, donde el jefe de familia no tuvo suerte para conseguir empleo, terminaron deambulando en La Florida Central.
Gracias a la ayuda de una iglesia local obtuvieron los pasajes para regresar a la Isla.
Por ser ciudadanos estadunidenses, el éxodo de puertorriqueños no es un tema al que se le haya prestado la atención que merece.
Sólo entre abril de 2014 y marzo de 2015 unos 86 mil puertorriqueños abandonaron la Isla, cifra que no se registraba desde 1950, considerada la “primera gran migración” después de la Segunda Guerra Mundial, cuando 47 mil ‘boricuas’ se trasladaron a Estados Unidos.
De hecho, ya hay más puertorriqueños en Estados Unidos, cinco millones, que en la Isla, 3.7 millones, cifra que va en descenso.
La razón principal para el éxodo es la misma que mueve a miles de inmigrantes a tratar de arribar a Estados Unidos: mejores oportunidades económicas. Ciertamente, ser ciudadanos estadunidenses supone un enorme alivio para los puertorriqueños, pues no tienen que vivir en las sombras como millones de indocumentados; pero no se crea que muchos la tienen tan fácil, como lo demostró la familia que terminó viviendo en un parque en una caseta de campaña con sus tres pequeños.
También es cuestionable que la situación económica de la Isla haya tomado un giro tan devastador que estas familias, que incluyen a muchos jóvenes profesionales, no tengan otra opción que salir de Puerto Rico y no puedan ofrecer su talento, nuevas ideas e impuestos para el desarrollo de la Isla.
Puerto Rico está a punto de incumplir el pago de su multimillonaria deuda pública, y aunque uno reconoce que esto es producto de décadas de corrupción y despilfarro de administraciones de los dos principales partidos políticos de la Isla, el asunto ha puesto sobre el tapete la ciudadanía de segunda clase que tienen los puertorriqueños, situación que no les ha permitido ni siquiera acogerse a la ley federal de quiebras.
Ahora esperan por la misericordia del Congreso republicano para que apruebe la creación de una controvertida junta de control fiscal, a fin de que el gobierno federal intervenga, no para renegociar la deuda de la Isla, sino para buscar mecanismos que permitan modificar las obligaciones fiscales.
Al desnudo ha quedado también la relación política desigual que tiene la Isla con Estados Unidos, la de somos o no somos, la «complicada», como un estatus de relación en Facebook, que plasma la urgencia de definir qué rayos somos y qué queremos ser.
Y esto cobra especial interés al comenzar a hacerse realidad lo que antes parecía imposible: la normalización de relaciones entre Estados Unidos y la hermana Isla de Cuba, la cual aplaudo intensamente reconociendo, empero, los efectos que puede tener sobre la ya maltrecha economía de Puerto Rico.
Ahora que el presidente Barack Obama va de salida y fue a Cuba a predicar las virtudes de la democracia, Estados Unidos no debe olvidar a los 3.7 millones (y restando) de ciudadanos estadunidenses puertorriqueños que viven en la Isla y que enfrentan una precaria situación. Escribió el poeta uruguayo, Mario Benedetti, que el Norte es el que ordena pero el Sur también existe.
Y ahora que el tema de Cuba es el sabor de moda, el Norte que ordena no debe olvidar que Puerto Rico también existe■