Por Maribel Hastings y David Torres
Solamente en la retorcida era presidencial de Donald Trump se le encarga al arquitecto de las políticas más racistas y antinmigrantes de esta administración, el asesor Stephen Miller, que escriba un discurso sobre relaciones raciales, precisamente en medio del momento neurálgico que atraviesa esta nación.
La sola idea de que Miller esté pergeñando un texto sobre el tema que ha mantenido a las minorías raciales con una rodilla en el cuello desde prácticamente el nacimiento de este país debería alertar y alterar a quienes han padecido todas y cada una de sus políticas en contra de la gente de color, incluidos los inmigrantes, documentados o indocumentados. Para un tipo como el asesor presidencial son lo mismo, especialmente si provienen de países de la región latinoamericana.
Y solamente en una era política tan retorcida las aspiraciones políticas se anteponen a la familia, tal como evidenció George P. Bush, Comisionado de Tierras en Texas.
Sucede que el nieto del expresidente George Bush, sobrino del expresidente George W. Bush, hijo del exgobernador de La Florida y exaspirante a la nominación presidencial republicana, Jeb Bush, e hijo de Columba Bush, una mexicana de León, Guanajuato, afirmó que votará por Trump este año.
Esto, a pesar de que el actual presidente hizo de su padre Jeb el centro de sus burlas y, a su familia, objetivo de constantes ataques; y a pesar de que Trump, al arrancar su campaña en 2016 tildó a los mexicanos de violadores y delincuentes.
Y, como en el caso de Miller, la sola idea de que un Bush se traicione a sí mismo y a su entorno familiar, además de sobajar con su declaración a toda una comunidad que ha sido vilipendiada hasta la saciedad por un mandatario que se siente en su contexto hablando bien de la supremacía blanca, también debe alertar y alterar. Lo primero, porque su decisión política es a todas luces un intento por atraer el voto latino más conservador o aún indeciso; y lo segundo, porque avala con su apoyo las directrices del verdugo en turno de las minorías, entre las que se destaca la latina, especialmente la mexicana, cuya sangre también corre por las venas de George P. Bush.
Es más, en 2016 Trump llegó a tuitear que Jeb Bush defendía “a los ilegales mexicanos por su esposa”. El tuit luego fue borrado, pero llegó a formar parte del cúmulo de ofensas que no se pueden olvidar, lo que al parecer le ha ocurrido George P., a quien la sangre tal vez se le hizo atole en esta ocasión.
Pero él, con la mira puesta en futuros puestos públicos en Texas, como gobernador o vicegobernador —y quien quita si la presidencia en algún momento—, sabe que, entre los republicanos de Texas, Trump es rey; así que la ambición política es más fuerte que las ofensas a su propia sangre. Sólo debería recordar, ya que aún es joven e inexperto en la arena política, que todo lo que Trump toca lo destruye de una vez y para siempre. Si George P. no se ha visto aún en el espejo de antiguos aliados del presidente, que han pasado a formar parte del basurero de la historia, más le valdría darse una asomadita. ¡Más que asqueante!
Como asqueante es que Miller, un reputado simpatizante de supremacistas blancos sea el encargado de escribir un discurso de Trump sobre relaciones raciales y unidad racial, como han reportado varios medios.
El currículum racista de Miller, al menos el conocido, data de sus días de escuela intermedia cuando incluso rompió su amistad con un compañero porque era latino. En la universidad trabajó con el nacionalista blanco Richard Spencer. Ya en el Senado, cuando trabajaba para otro antinmigrante, el exsecretario de Justicia y exsenador republicano de Alabama, Jeff Sessions, Miller promovía las ideas de nacionalistas blancos para guiar las propuestas de política pública, según correos electrónicos de Miller publicados por el Southern Poverty Law Center.
Y esa misma simpatía por los supremacistas blancos, que comparte con el presidente, es la que ha guiado las políticas de esta administración; desde la cancelación de DACA, el veto musulmán, la separación de familias en la frontera, así como su obsesión por reducir o incluso eliminar la migración documentada a Estados Unidos. Y es aquí donde entra una comparación siniestramente generacional: Trump ve en Miller al hombre con poder político que quiso ser en su juventud, mientras que Miller ve en Trump al hombre con el poder absoluto que quiere llegar a ser en su etapa madura. Ambos han formado un círculo indisoluble, compacto, hermético, donde nada ni nadie cabe, más que su visión racista de la historia.
Un discurso sobre unidad y relaciones raciales a cargo de Miller es una burla a la seriedad del triste y urgente estado de emergencia de la interacción racial en esta nación. Es una bofetada y un acto de provocación, pues es decir que pase lo que pase y proteste quien proteste, la supremacía blanca prevalece■