Maribel Hastings y David Torres
Mientras países europeos y otras naciones a través del mundo reciben con brazos abiertos a los refugiados ucranianos que huyen de la sangrienta invasión rusa, en esta parte del planeta se siguen suscitando historias desgarradoras de otros miles de migrantes. Sí, de esos que buscando llegar a Estados Unidos o a sus territorios —muchos de ellos con la esperanza de recibir asilo— y enfrentan duelo permanente contra la muerte, en el que muchas veces ésta sale ganando.
Al respecto, la cifra de muertes de migrantes no ha sido menor en los meses recientes. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), al menos 650 personas perdieron la vida en 2021 al intentar el cruce de la frontera México-Estados Unidos; una franja territorial que además de ser la más transitada, vigilada y la de mayor intercambio comercial en el mundo, también se ha convertido en un cementerio de esperanzas.
Pero no es la única área geográfica de este hemisferio en la que los migrantes arriesgan todo, incluso la vida.
Hace varios días circuló la noticia de un grupo de migrantes haitianos rescatados en su intento de arribar a Puerto Rico procedentes de su país. Según reportes de prensa, eran 51 adultos y nueve infantes. Los nueve bebés fallecieron en el trayecto y el capitán ordenó que sus cuerpecitos fueran lanzados al mar, donde, según lo narrado por los sobrevivientes, vieron cómo fueron devorados por tiburones.
La Oficina de Aduanas en Puerto Rico confirmó el rescate, pero aclaró que no podía corroborar la información de que los bebés muertos fueron lanzados al mar y devorados por tiburones, a pesar de que un líder religioso haitiano que los asiste aseguró que fueron las madres las que narraron la horrible escena.
Ninguna madre podría mentir ante semejante pérdida, ni mucho menos olvidar su tiempo ni sus circunstancias. Es un antes y un después en su desgarrada experiencia migratoria.
Lamentablemente no es ni la primera ni la última vez que se suscita esta historia de horror. Aquí hubo sobrevivientes que dieron fe de lo acontecido. Esa travesía hacia Puerto Rico por el tenebroso Canal de La Mona la realizan especialmente dominicanos y haitianos, y más recientemente migrantes de otras nacionalidades con la esperanza de pisar suelo estadunidense y desde allí saltar a los Estados Unidos continentales de algún modo.
Son “carne de la mar”, como escribió el músico dominicano Juan Luis Guerra, en su canción “Visa para un sueño”. Y cuando la visa se transforma en la misma muerte, todo el esfuerzo en esa travesía se convierte en el memorial de las eternidades y de las voces y de las miradas que ansiaban llegar a la otra orilla de la esperanza.
En Puerto Rico es cotidiano el arribo de migrantes indocumentados por mar. Algunos llegan y son detenidos y deportados; otros, si piden asilo, pueden ser enviados a Miami para los próximos pasos; otros más no viven para contarlo y pasan a formar parte de esa masa humana que a diario arriesga su vida en diversos puntos del mundo buscando mejores oportunidades y refugio.
Esto es el vasto y mortal desierto que enmarca la ruta hacia la frontera estadunidense, y es también un cementerio de migrantes, como lo es el mar en el Caribe y en tantos otros lugares del mundo.
Pero como nos compete el caso de Estados Unidos, esta más reciente tragedia que involucra a haitianos es un triste e indignante recordatorio de la urgencia de una reforma migratoria, que no únicamente legalice a los indocumentados entre nosotros sino que reforme las leyes de asilo haciéndolas más humanas y eficientes.
Y esta no es una petición que deba hacerse en el vacío, pues quiérase o no, los desplazamientos humanos ponen a prueba constantemente al mundo y su estructura; a esa división entre naciones que lo tienen todo, no por arte de magia sino porque en la historia se convirtieron en saqueadoras, y naciones pobres que históricamente fueron saqueadas.
Así, a corto plazo y sin intervención del Congreso, ya viene siendo hora de que el gobierno de Joe Biden deje de aplicar el nefasto Título 42 implementado por Donald Trump, que, invocando la pandemia del Covid, impide que solicitantes de asilo de Haití y de otras naciones puedan hacerlo en Estados Unidos.
Uno aplaude la solidaridad con los refugiados ucranianos ante la barbarie de Rusia. Pero al mismo tiempo, uno quisiera que esa misma solidaridad se mostrara hacia refugiados de otras naciones y de otros colores, cuyas vidas tienen el mismo valor.