Maribel Hastings y David Torres
En esta era en la que nada importa, parece dar lo mismo que el principal asesor del presidente Donald Trump en materia migratoria, Stephen Miller tenga vínculos con grupos supremacistas blancos, algo que sólo confirma las motivaciones raciales tras su lista de propuestas migratorias discriminantes e incluso ilegales.
Sin embargo él sigue ahí, con mirada y sonrisa siniestras dictando pauta contra miles de seres humanos que le importan un comino, trasgrediendo los más elementales derechos humanos en aras de ver cumplida su agenda xenófoba, como si nada pasara; como si todo eso le fuera permitido por el simple hecho de ser parte del poder.
Y esos excesos, que la historia ya vio cómo han terminado en otras épocas aplastando sobre todo la dignidad humana, parecieran también ser solapados por seguidores y comentaristas –incluso en español– que, de sólo escucharlos uno esperaría que la ley también en algún momento les hiciera rendir cuentas como cómplices de una barbarie anunciada, cuando todo esto haya sido sancionado con los más altos estándares de justicia, nacional e internacional.
Pero a juzgar por los tiempos que vivimos, nada parece tener importancia, las reglas no tienen ningún valor y aparentemente la Constitución está fuera de moda. “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor”, dice y dice bien el famoso tango de Discépolo, cuya letra se acomoda a la perfección al nuevo modelo “trumpista” de ejercer la política en este Siglo XXI.
Si el lector ha seguido con atención las audiencias sobre el potencial juicio político al presidente Trump por abuso de poder y autoridad para obligar a una nación extranjera, Ucrania, a investigar a su rival político, Joe Biden, o de lo contrario le congelaba la ayuda militar estadunidense, habrá escuchado los diversos análisis sobre por qué la vergonzosa conducta de Trump no amerita su destitución o por qué supuestamente los demócratas cometen un error al proseguir con las audiencias.
El impeachment es un remedio constitucional precisamente para evitar conductas impropias como las de Trump, quien maneja a su antojo los destinos de esta particular democracia que, sin embargo, sigue respirando gracias a los esfuerzos de quienes no desean que esta nación termine siendo parte del anecdotario de los fracasos de la historia humana.
Pero tal parece que la Constitución ya no tiene el peso de antes, ya que para los republicanos este presidente no ha hecho “nada malo”, mientras que para otros sectores cumplir con el deber constitucional de investigar y, de ser necesario, destituir a un presidente si las pruebas lo ameritan, debe tomarse con pinzas. Esto, sobre todo en temporada electoral, para no herir las susceptibilidades de algunos sectores de votantes que pueden encontrar el proceso extremo. O, peor aún, “aburrido”, como indicó uno de estos analistas que parece olvidar que la Constitución es la Constitución y el “aburrido elector” incapaz de leer más de un párrafo o de prestar atención por más de 30 segundos también debería entenderlo.
Esa es precisamente otra de las estrategias de esta nueva faceta de hacer política y campaña en favor del actual mandatario, apostando al dogma que se ha creado en torno de Trump y su forma personal de gobernar en función de sí mismo, sin permitir cuestionamiento alguno entre sus huestes, estrategia que por fortuna no funciona para el resto de población que se da cuenta del interés insano de desequilibrar a la opinión pública para convertir a Estados Unidos en marioneta de intereses foráneos cada vez más claros.
El bombardeo de “información” que en muchos casos es desinformación, en diversas plataformas sociales, impide el análisis y la comprensión de los hechos noticiosos; pues los titulares cambian a cada segundo. El efecto adverso o positivo de esa información dura unas cuantas horas y es rápidamente sustituido por otra. Ese bombardeo es tan intenso que contribuye a una especie de insensibilización, donde algo provoca algún sentimiento momentáneo que desaparece ante el próximo tuit o blog.
Y en ese río revuelto cibernético, el diálogo se trunca, las ideas se convierten en vituperios, la maldad contra las minorías es justificada por quienes se sienten amparados por el discurso supremacista y el principal impulsor de esta anomalía histórica que está carcomiendo el tejido social estadunidense permanece incólume en la Casa Blanca.
Quizá por eso no hay seguimiento. Desde que Stephen Miller ingresó al círculo de Trump, irónicamente a través de la figura del exsecretario de Justicia, Jeff Sessions, quien ahora quiere reelegirse a su antiguo escaño senatorial por Alabama, su afinidad por ideas esbozadas por grupos supremacistas blancos y su agenda antinmigrante y antiminorías eran más que evidentes.
Aun así Miller sigue siendo el arquitecto de la racista política migratoria de Trump, basada precisamente en las ideas extremistas y teorías de la conspiración que abundan en los portales de los grupos supremacistas blancos. La gran diferencia es que ahora son política pública. Pero en esta era en la que nada importa, la intolerancia racial ya no se practica en la trastienda sino que se ha convertido en algo normal■