Maribel Hastings
La decisión del Departamento de Seguridad Nacional (DHS) de activar a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA) debería interpretarse como un acto responsable de parte de la administración Biden para atender de manera ordenada, pero sobre todo humanitaria, el aumento en el arribo de menores migrantes no acompañados a la frontera, así como de otros migrantes en busca de asilo. Otros sectores lo ven como evidencia de que la situación se está “saliendo de control”.
Pero ante un problema complejo, debería al menos aplaudirse que se estén tomando medidas para encarar lo que a todas luces es una crisis humanitaria, que no es nueva ni comenzó con el arribo de Biden a la Casa Blanca, pero que de manera cíclica volvemos a enfrentar.
Desconozco el giro que tomará esta situación, o si en algún momento la Casa Blanca ordenará medidas que incomoden a los defensores de los inmigrantes. Tampoco sé qué está ocurriendo realmente en los centros de detención, excepto lo que he leído de abogados que han visitado a estos menores migrantes y han urgido que se tomen medidas inmediatas ante las pobres condiciones sanitarias y de falta de espacio que han atestiguado.
Pero cuando menos no hemos visto, como ocurrió con Trump, que se estén enjaulando niños y familias o que vilmente se estén separando bebés y niños de sus padres. O que sobre la marcha se implementen políticas crueles, como la de enviar a solicitantes con legítimos reclamos de asilo a esperar su turno en México.
Esto, en condiciones insalubres y peligrosas con el único fin de que desistieran de su intento de salvarse ellos y sus hijos de la violencia de pandillas y narcos en sus países de origen, de economías destrozadas por desastres naturales, cambio climático o corrupción.
O por años de olvido y negligencia de esta nación que se ha beneficiado y se beneficia económicamente de la región, pero no invierte lo suficiente en programas que generen condiciones que eviten la travesía al Norte, o se hace de la vista larga ante gobiernos y funcionarios corruptos en los países de donde proceden los migrantes.
Porque no hay que perder la perspectiva ni olvidar que son menores de edad en su mayoría. Sólo hay que imaginar el nivel de desesperación que hay que tener para emprender la peligrosa travesía hacia Estados Unidos. Si ya es dura y en ocasiones mortal para un adulto, qué no será para los niños.
Quisiera pensar que los cuatro años de la cruel presidencia de Trump no nos han desensibilizado, al punto de ignorar la humanidad de estos niños y de estas personas, porque de lo contrario todos los discursos de que la presidencia de Trump no representaba lo que somos como país, sonarían huecos.
Si somos mejores que eso, no debemos reducir el aumento en el arribo de menores no acompañados a la frontera a simples números. Son vidas que a su corta edad han enfrentado horrores inimaginables.
¿Es incapaz la nación más poderosa del planeta de hacer frente a esta situación de manera humanitaria, o el prejuicio racial hacia migrantes no blancos impide ver que se trata de niños?