Maribel Hastings y David Torres, Washington, DC
El club de “caballeros” blancos que sigue dominando en el Senado se manifestó en todo su “esplendor” el pasado jueves en la audiencia donde testificaron la doctora Christine Blasey Ford y el nominado a la Corte Suprema, Brett Kavanaugh, a quien Ford acusa de asalto sexual cuando ambos eran adolescentes.
La acusación llega precisamente en un momento en que este espinoso tema ha dado vuelco a la sociedad estadounidense, una vez que las víctimas han decidido no callar más, así hayan pasado décadas del delito y los victimarios hayan alcanzado niveles de poder político o económico que los hayan colocado en una categoría de “intocables”.
Pero estos senadores no pudieron echar mano esta vez de la carta racial o clasista, pues acusadora y acusado son anglosajones que se formaron en el ámbito privilegiado de los suburbios de Washington, D.C., donde abundan colegios privados que se precian de educar a los futuros presidentes, senadores o jueces, como Kavanaugh, aunque esa formación incluya conductas vergonzosas y potencialmente criminales que luego quieren barrer debajo de la alfombra, cual si nunca hubieran ocurrido.
Es decir, están entrampados en una especie de jaque mate en el que las piezas —todas blancas— han quedado inamovibles momentáneamente, pero en el que ha imperado abiertamente la jugada machista que por antonomasia se practica en la era de Trump.
Así, los senadores republicanos salieron en defensa de Kavanaugh, quien realmente no necesitaba que lo defendieran, pues en un despliegue de beligerancia y partidismo arremetió contra los demócratas acusándolos de querer cobrárselas porque asistió al fiscal Kenneth Starr en la investigación que culminó en el proceso de destitución de Bill Clinton en la Cámara Baja en 1998, y porque todavía siguen ardidos por el ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca.
A esa especie de reclamo de “niño mimado” que no entiende que se le está señalando de asalto sexual y no de preferencia partidista, la coronaron los gestos, exabruptos, movimientos de ira, lloriqueos, miradas de desprecio y ensayos de respuestas con otras preguntas sin ton ni son, que fueron la sal de este nuevo y vergonzoso espectáculo de masas en el que se ha dado un nuevo ramalazo a la ya deteriorada imagen de un país que se preciaba de respetar las instituciones más significativas desde su fundación.
Para muestra, otro botón: el senador republicano de Carolina del Sur, Lindsey Graham, se deshizo de la escasa decencia que le quedaba ahora que únicamente parece querer impresionar a Donald Trump, quizá con la mira puesta en la Secretaría de Justicia que ocupa su “amigo”, el exsenador republicano de Alabama, Jeff Sessions, quien cayó de la gracia de Trump por recusarse de la pesquisa Rusia-Trump.
Con una teatralizada participación digna de un premio de telenovela con poca audiencia, fue Graham quien dio luz verde al vergonzoso espectáculo intentando pintar a Kavanaugh como la “inocente víctima”, porque en la era de Trump los hombres anglosajones, sobre todo los privilegiados, quieren hacernos creer que son la minoría bajo ataque. Pobrecitos. Ellos, por supuesto, no se consideran “bad hombres”.
El desempeño de Kavanaugh es todo lo que Trump anhela: beligerante, agresivo, partidista, con la actitud del que cree que todo lo merece porque es egresado de Yale. Si así se comporta cuando todavía no asume el cargo, ¿qué podemos esperar si es confirmado y elevado al máximo tribunal? Aunque en honor a la verdad, ¿quién se cree el cuento de que aplicará la ley de forma objetiva desde su cargo? Kavanaugh no se comporta como un juez, sino como un operador político.
Mucho se habla de que Trump contamina todo lo que toca. Que su estilo abrasivo y su retórica denigrante “afectan” al Partido Republicano que ha sido tomado como “rehén” por el actual presidente. Pero si algo han evidenciado estos casi dos años de la presidencia de Trump es que el Partido Republicano no es ningún rehén del mandatario. Es su par. Su cómplice. Son tal para cual. En todo caso, Trump lo que ha hecho es terminar de quitar a los republicanos la máscara que ya sabíamos que tenían, pero que utilizaban a discreción actuando en su provecho mientras avanzaban una agenda que los dejó al desnudo como parte de un movimiento antiinmigrante, discriminatorio, xenófobo, clasista, racista y autócrata.
Igual que han hecho anteriormente, acatando los designios de Trump y sus nefastas propuestas de política pública, el circo de tres pistas que es la nominación de Kavanaugh y la vergonzosa conducta de estos senadores ante las creíbles denuncias de una mujer todavía visiblemente sacudida por un incidente que ocurrió hace más de 30 años, son evidencia irrefutable de que este partido perdió hace mucho tiempo cualquier compás moral que haya tenido en algún momento.
Su forma de claudicar como partido político en función de los intereses de un solo hombre por encima de los intereses de esta nación los exhibe incluso como innecesarios para el avance histórico de un país diverso y dinámico, multicultural y ávido de mayor progreso para seguir siendo ese faro de esperanza que aún muchos seres humanos consideran como destino inevitable.
De tal modo que la pregunta obligada es: ¿no hay otros jueces conservadores que puedan ser nominados por Trump para evitar un triste espectáculo como este? ¿Por qué la insistencia en Kavanaugh? El jueves se nos respondió esa pregunta. Porque es un perro faldero de Trump. Pasó la prueba de lealtad, lloriqueando, gesticulando, balbuciendo como infante. Y no pasemos por alto que alguna vez dijo que los presidentes no deben ser procesados mientras estén en su cargo, pues los distrae de sus importantes labores.
Esto es, Trump quiere un juez a modo, adelántandose a cualquier juicio, tratando de que alguien le salve el pellejo cuando llegue el momento. Pero Kavanaugh, el Partido Republicano y el propio Trump deben tomar en cuenta que, aun con todo el poder, la sabiduría popular siempre se impone: el buen juez por su casa empieza. Así sea la Casa Blanca.
En fin, los republicanos ya tienen lo que querían: un presidente como Trump que promulgara sus legislaciones que benefician a corporaciones y a los más privilegiados, y que nominara jueces que garanticen que la Corte Suprema sea dominada por magistrados conservadores, o en el caso de Kavanaugh, un sello de goma de Trump. El precio a pagar, pensarán, no es tan alto: la independencia de la Corte Suprema y haberle vendido el alma al diablo.