Maribel Hastings y David Torres
Donald Trump no usa mascarilla para no parecer “débil” ante sus huestes. Sus seguidores, por supuesto, creen que el Covid-19 es una invención y argumentan que es “su derecho” no usar el tapabocas. Sin embargo, al no hacerlo, pisotean directamente los derechos de quienes sí queremos mantenernos seguros.
Ese exceso de inmadurez social al que ha conducido un sistema que ha caído en el burocratismo de sus beneficios ha creado segmentos de población que creen merecerlo todo por, igualmente, creerse a pie juntillas la idea de que vivir en la economía considerada más fuerte del planeta, hasta el momento, los hace inmunes ante cualquier cosa, incluyendo virus, epidemias y pandemias.
Es decir, usar mascarilla para Trump y para ellos es una “vergüenza”. Pero, irónicamente, no lo es exhibir su racismo como trofeo de guerra. O bien, estar más interesados en proteger las estatuas confederadas que las vidas de soldados estadunidenses a quienes los rusos les pusieron precio.
De este modo, solapar la continua e insana conducta presidencial, aun en contra de quienes defienden en el exterior la seguridad nacional, los coloca en una especie de complicidad perversa que contradice la tan enaltecida actitud patriótica estadunidense. Por ejemplo, es incluso tenebrosamente caricaturesco ver cómo estas huestes han salido a manifestarse con armas al hombro para defender su “derecho” a un corte de pelo o a un masaje porque les parece inadmisible estar confinados en sus casas para evitar contagios y por bien de la comunidad.
Pero esa, lamentablemente, es nuestra torcida realidad.
Así, las estatuas confederadas tienen más valor para esta administración que las vidas de los niños migrantes detenidos por más de 20 días, a quienes finalmente la jueza federal Dolly M. Gee ordenó liberar, citando el riesgo de contagio del coronavirus. Por otro lado, llevar a cabo rallies sin mascarillas ni distanciamiento social es más importante para Trump, a fin de dar la apariencia de “normalidad”, aunque más de 125 mil estadunidenses hayan perecido a consecuencia de la pandemia que su gobierno ha manejado mal.
Con ello ha demostrado, desde el principio de esta crisis de salud pública que lo único que le interesa es cómo extender otros cuatro años su gestión presidencial, sin tomar en cuenta que haber considerado al Covid-19 como un “engaño” de sus opositores ha desencadenado más de 2 millones de contagios en Estados Unidos, la cifra más alta en todo el mundo. Una verdadera irresponsabilidad.
Por otro lado, también es más importante para Trump masajear su ego colgando en Twitter un video de una marabunta, uno de ellos en un carrito de golf con el logo Trump 2020, que gritó “White Power!” (“¡Poder blanco!”), para luego descolgarlo y, de inmediato, sus achichincles defenderlo diciendo que el presidente no había visto la totalidad del video. Pero, ¿quién les cree? Crea fama y échate a dormir.
Ya sabemos que para el mandatario esa gente es muy “fina” y que, por esa razón, no suele cuestionar.
O quizá Trump quiso atraer la atención para desviarla del reporte de prensa de The New York Times sobre cómo un grupo de espías rusos ofrecieron dinero al Talibán en Afganistán para que mataran soldados aliados, incluyendo estadunidenses. Pero Trump, el Comandante el Jefe de las Fuerzas Armadas, asegura que no sabía nada al respecto. Otra vez: ¿quién le cree? Claro, solo le cree el 30% que es capaz de infectarse del Covid-19 con tal de verlo, o de tomarse el Kool-Aid si Trump, cual líder de una secta a la Jim Jones, se los pide.
Lo preocupante es que apenas estamos viendo cómo Trump ha hecho trizas la reputación de este país en menos de cuatro años. ¿Qué pasará si hay un segundo periodo? Porque no le quede la menor duda de que para lograrlo echará mano de lo que sea, por ejemplo de ayuda foránea, problemas tecnológicos o argumentar fraude con tal de asirse al poder.
Es de tomar en cuenta, también con preocupación, el hecho de que si no gana, su retórica incendiaria ha sembrado ya la semilla de una división racial que será su principal legado; una anomalía social que llevará nuevamente algún tiempo corregir a las nuevas generaciones de estadunidenses.
Y queda por ver si el deseo de evitar la reelección de Trump es tan fuerte en el mundo real y en las urnas como lo es en las redes sociales. Hay que recordar a Hillary Clinton. Un puñado de votos, casi 80 mil, en tres estados colocaron a Trump en la Casa Blanca.
Sería el colmo creer, como en 2016, que Trump no tiene posibilidades de reelegirse. Es casi como creer que su afinidad con racistas y dictadores es por accidente o pura casualidad■