Figura de George H.W. Bush marca un abismo de contrastes con el actual régimen

El presidente Trump deja de lado las diferencias en honor a George H.W. Bush. Foto: FOX 10 Phoenix.

El presidente Trump deja de lado las diferencias en honor a George H.W. Bush. Foto: FOX 10 Phoenix.

Maribel Hastings
Washington, DC

El apabullado Partido Republicano, en medio de una severa crisis moral y de liderazgo perdió este pasado fin de semana a otro de sus últimos estandartes, el presidente George Herbert Walker Bush. Fue una figura política con la cual uno quizá no compartía posturas ideológicas o decisiones políticas, pero tiene que reconocer que fue uno de los presidentes que trató la oficina de la presidencia con respeto y se condujo a la altura del puesto que ocupó.

Quizá porque quien ahora ocupa la presidencia tiene una conducta tan aberrante, la partida de una figura como Bush me entristece, como también me entristeció la muerte del senador republicano de Arizona, John McCain, como me imagino lo lamentan los republicanos que todavía dan algún valor a la decencia y la integridad, y reconocen la bancarrota moral de su colectividad.

Me radiqué en Estados Unidos en 1988, el mismo año en que Bush fue electo como 41vo presidente de Estados Unidos. De hecho, esa fue la primera vez que voté en Estados Unidos.

Sólo habían pasado dos años de la promulgación de la amnistía de 1986 y la ciudad de Los Ángeles, donde me establecí, era un hervidero de desarrollos, entre los millones que buscaban legalizar su situación migratoria y los otros tantos que iban llegando a Estados Unidos procedentes de América Central, región que enfrentaba su propio enjambre de guerras civiles en las cuales la “mano negra” de Estados Unidos manipulaba a su antojo a los mal llamados líderes de estas naciones.

Fue desempeñándome como periodista en Los Ángeles que fui seleccionada para participar de un encuentro con el presidente George H.W. Bush en medio de la crisis entre Irak y Kuwait que culminó con la Guerra del Golfo en 1991.

Curiosamente hace unos días, mientras buscaba unos documentos, me topé con las fotos del encuentro. Ahí me ví estrechando la mano de Bush y en otra conversábamos, como hizo con cada uno de los periodistas participantes. En mi caso la corta plática fue sobre Puerto Rico. Cuando supo que era puertorriqueña, comenzó a nombrarme figuras políticas isleñas que fueron sus amigos. Bush favorecía la estadidad para Puerto Rico y tenía una entrañable relación con la Isla, donde en 1980, en la primera primaria republicana tras el caucus de Iowa, Bush resultó victorioso, en gran parte por la ayuda de su hijo Jeb, quien echando mano de su dominio del español estuvo varios meses en Puerto Rico dando a conocer a su padre. Al final, fue Ronald Reagan quien ganó la nominación republicana en 1980 y eventualmente la presidencia, seleccionando a Bush como su vicepresidente.

Bush no le temía a la diversidad y, de hecho, su familia era prueba de ello. Jeb se casó con una mexicana, Columba, y tres de sus 17 nietos son mexicoamericanos. En 1988 Bush causó furor por referirise a estos tres nietos como los “pequeños morenitos” (the little brown ones), lo cual defendió como un término de cariño y orgullo. Su otro hijo, Neil, se casó en 2004 con la mexicana María Andrews.

Bush era vicepresidente cuando se promulgó la amnistía de 1986, y en 1990, como presidente, promulgó el Acta de Inmigración de 1990 que aumentó los niveles de inmigración documentada a Estados Unidos en 40%. Se basó en un proyecto de ley del senador demócrata Ted Kennedy.

Siempre he dicho y lo sostengo que la política es sucia, que los resultados que vemos no muestran los turbios entretelones y los cuestionables acuerdos que permiten que la maquinaria siga funcionando.

Pero Bush fue quizá el último presidente capaz de buscar acuerdos bipartidistas de manera respetuosa y honorable aún en circunstancias difíciles, entre esas, gobernar por cuatro años con un Congreso demócrata.

Desde que el demócrata Bill Clinton derrotó a Bush en 1992, el proceso de tribalización política comenzó a intensificarse, aunque, de hecho, empezó a gestarse durante la presidencia de Bush con la figura del congresista republicano Newt Gingrich, quien encabezó el movimiento que culminó con el ascenso republicano en la Cámara Baja en 1994 y su llamado Contrato con América. Gingrich inició un tribalismo malsano donde el fin justifica todos los medios.

Durante las pasadas décadas, el tribalismo fue in crescendo y la falta de civilidad se fue convirtiendo en la norma. Los resultados los vivimos ahora con un presidente mentiroso compulsivo, que no respeta la prensa, ni las instituciones democráticas, ni la presidencia que ocupa, para quien “América Primero” supone cómo venderla al mejor postor, para él engordar su bolsillo; un ser sin compás moral que recurre al ataque personal y a la política de cloaca que es lo único que conoce. Aún ahora, cuando intenta rendir tributo a Bush, sus palabras suenan huecas y poco sinceras.

Los dramáticos contrastes entre Bush y Donald J. Trump se harán más evidentes cuando este último asista a los servicios fúnebres del 41vo presidente en la Catedral Nacional. En vida y ahora más en su muerte, Bush le recuerda a Trump lo que él no es. Y le recuerda al Partido Republicano de Trump lo que un día fueron y ya no son■

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