Maribel Hastings, San Juan, Puerto Rico.
Una masa humana de todas las edades y credos, pero encabezada por jóvenes arropó una de las principales autopistas de esta isla con una sola petición: la renuncia del gobernador Ricardo Rosselló, sin que la dividan sus diferencias ideológicas; algo muy difícil de conseguir en esta colonia caribeña, por décadas agrupada en los colores rojo, azul y verde que representan a sus principales partidos políticos.
Rosselló se aferra a su silla, y aunque renunció a la presidencia de su Partido Nuevo Progresista (PNP), que aboga por la estadidad, y afirmó que no buscará la reelección en 2020, aseguró que le da la bienvenida al proceso legislativo de residenciamiento. En otras palabras, que no se va y que si tienen los votos, que lo saquen. Pero su actitud desafiante quizá supone que Rosselló tenga algún As bajo la manga en contra de los líderes legislativos, como queriendo decir que “si me sacan, se van conmigo”, pues también tienen cola que les pisen.
Se abre así un compás de espera a ver quién prevalece en este pulseo, Rosselló o el pueblo.
En las miles de reacciones, algunos comentan que no entienden por qué lo que se dijo en un chat entre Rosselló y sus más allegados asesores provoca movilizaciones masivas exigiendo la renuncia de un gobernador democráticamente electo.
Pero el primer error es pensar que toda esta movilización es únicamente por un chat. Ese chat donde Rosselló y sus secuaces se burlan de e insultan a diversos sectores más bien fue el catalizador, la gota que colmó la copa. Y lo que el mundo ha presenciado en los pasados días en Puerto Rico es lo que pasa cuando el pueblo se harta (o en buen puertorriqueño, se jalta) de los abusos de sus desgobiernos y, para colmo, se entera de que se burlaron de ellos y de sus muertos en chats privados.
Porque a mis 54 años, y desde que tengo uso de razón he visto a este país votar elección tras elección por gobernantes de los dos principales partidos, el PNP, de Rosselló, o el Partido Popular Democrático (PPD), que defiende la fórmula del Estado Libre Asociado (ELA), que define la relación de Puerto Rico con Estados Unidos (donde no somos ni estado, ni libres y la asociación es bastante desigual). Y nada pasa.
Han sido décadas de malos manejos, malas administraciones e injusticias. La de Rosselló no es la primera administración con funcionarios corruptos. Ya tenemos precedentes, incluyendo el del papá del actual gobernador, Pedro Rosselló. Pero el pueblo, cegado por el fanatismo político aparentemente no veía lo que estaba pasando frente a sus narices. Cada cual se anclaba con su tribu azul, roja o verde, mientras que a quienes alzaban la voz los tildaban de revoltosos o comunistas.
De hecho, crecí en la época en que enarbolar tu bandera era mal visto. Si lo hacías, eras independentista o comunista. Cuando era adolescente, durante una elección acompañé a mi padre a su casilla de votación y la funcionaria no lo quería dejar entrar a votar porque tenía puesta una camiseta con la bandera de Puerto Rico y, por ende, según ella, era independentista; y no se permite propaganda política en centros de votación, aunque ella estaba vestida de azul, en alusión a su partido PNP.
Volviendo al hartazgo del boricua, han sido años de corrupción y crisis económica, educativa y de salud, pero el paso del huracán “María” y sus secuelas comenzaron a abrirle los ojos al pueblo, sobre todo a los jóvenes.
Cuando ese monstruo arrasó con la Isla, los puertorriqueños no nos sentamos a esperar a que el gobierno de Rosselló o el federal nos resolviera la vida. Ambos probaron ser ineptos. Aquí la gente se ayudó entre sí, familiares y vecinos dándose la mano, haciendo filas de ocho y diez horas para conseguir gasolina, agua o alimentos y luego compartirlos en su comunidad. Mientras tanto, el presidente Trump nos tiraba rollos de papel toalla y nos insultaba diciendo que le estábamos desbalanceando el presupuesto al gobierno federal. Y el gobierno de Rosselló, luego nos enteramos, retrasaba la distribución de agua y alimentos para politiquear con la repartición. Hice filas de horas y veía familias enteras con sus niños a cuestas, llorones, cansados, sudorosos, y muchas veces pensé que en cualquier momento habría un levantamiento. Pero los boricuas en ese momento sólo estaban tratando de sobrevivir y velar por sus familias.
Murieron familiares, amigos, se perdieron casas, empleos, todo en medio de una oscuridad que duró meses y que, para algunos, aunque usted no lo crea, persiste. Y sin agua. Más de 30 mil hogares siguen sin techo. Todavía el maltrecho sistema de distribución de energía eléctrica deja sin luz a sectores por el mero paso de una tormenta platanera. Otros tantos miles se fueron de la isla.
Puerto Rico todavía no supera el trauma colectivo que fue “María”, para tener que enterarse que el gobernador y sus amigotes se burlaron en un chat de los muertos, del hacinamiento de cadáveres en Medicina Forense, le faltaron el respeto a las mujeres, a la comunidad LGBTQ, a los discapacitados, a los obesos. Confabularon para perseguir opositores y manipular encuestas, y Rosselló se jacta de que pueden engañar incluso a los de su propio partido.
“Cogemos de pendejos hasta los nuestros”, escribió Rosselló. Pero parece haberle llegado su hora.
Desconozco si estas manifestaciones continuarán si Rosselló se empecina en permanecer en el puesto. Pero percibo en estos manifestantes, en estos sobrevivientes de “María”, una determinación de esas que generan cambios en la calle y en las urnas.
Ojalá el hartazgo boricua se torne en votos en 2020, aquí y allá en Estados Unidos, porque ha quedado demostrado que las elecciones tienen serias consecuencias■