Por Samuel Orozco
Un jurado popular declaró culpable al ex agente de policia de Minneapolis Derek Chauvin de todos los cargos en la muerte de George Floyd, en un caso que hizo salir a las calles a millones en un histórico estallido de protesta pública que, a su vez, empujó el asunto del racismo al orden del dia de la nacion.
Después de un mes de juicio y diez horas de deliberar, el jurado, integrado por seis personas de raza blanca y seis de raza negra o de color rindió su veredicto. Chauvin fue declarado culpable de tres cargos: homicidio involuntario, homicidio doloso en tercer grado y homicidio no premeditado en segundo grado. Ahora el juez tiene ocho semanas para fijar condena.
Durante el juicio, varios testigos lloraron al recordar el momento videograbado en el que se ve a Floyd implorando: “No puedo respirar”, invocando a su mamá, mientras los transeuntes le gritaban a Chauvin que dejara de asfixiar con su rodilla a Floyd. En los más de nueve minutos de horror, Floyd fue perdiendo la conciencia y la vida poco a poco.
Al trascender la noticia del veredicto, una sensación de respiro y de alivio pareció recorrer la nación. A muchos les resulta todavía difícil creer que un jurado popular haya decidido pintar su raya ante la impunidad y conducir un legítimo ajuste de cuentas.
Aun así, muchas familias seguramente se preguntarán: ¿Se ha llegado el momento de jalar a los demás a cuentas?
Y es que casos como el de Floyd abundan tanto en los barrios negros lo mismo que en los latinos, como lo ha venido reportando por décadas Radio Bilingüe.
No ha pasado un mes desde que el niño Adam Toledo, de trece años, murió a manos de un policía en Chicago. Al joven se le ordenó tirar el arma y poner sus manos arriba. Cuando lo hizo, fue balaceado.
En Fresno, California, Isiah Murrietta-Golding, de 16 años, fue ultimado de un balazo en la nuca, por la espalda, mientras corría intentando huir de un agente.
En Lancaster, Pensilvania, la señora Miguelina Peña lamenta desconsolada el momento en que llamó a la policía para que le ayudara a tratar un episodio de salud mental de su hijo Ricardo. Al llegar, la policía coció a Ricardo a balazos para luego dejar tirado y desangrándose su malherido cuerpo.
Estos y muchos casos más forman parte de la triste historia de penas y sufrimientos en los anales de noticias de nuestra radio.
Más de una familia afectada por esta historia de mucho castigo y poca justicia policial nos ha dado su testimonio de cómo ven llegar a sus calles a patrulleros que actuan como una verdadera fuerza de ocupación. Escuadrones ajenos a la comunidad, que no entienden a los vecinos a los que deberían servir y que se desmiden en el uso de la fuerza bruta.
Entrenados en modelos policiales que cultivan la agresión y el poder, a muchos al uniformarse se les sube la placa, la autoridad a la cabeza, muestran arrogante desprecio por aquellos a los que se deben, dejan de ser verdaderos servidores públicos y pretenden convertirse en amos y señores de las calles, renegados que se arrogan de pronto el poder de condenar a presuntos inocentes o presuntos culpables a la pena capital.
El de hoy puede servir como un momento de oportunidad, de inflexión, para renovar el compromiso de repensar y rehacer los sistemas de seguridad comunitaria. Y para eso, coinciden los veteranos de los derechos civiles: hace falta algo más que cambiar leyes o decretar reformas. Hace falta una limpia de fondo, cambiar de cuajo la manera de pensar, transformar la cultura nodriza del racismo. Hacen falta muchos más policías que crean, sin andarse con cosas, que las vidas de todo negro y de todo latino sí importan.