Maribel Hastings
Al entrar en el último trimestre de 2020 es imposible no concluir que ha sido un año terrible a nivel personal, colectivo y mundial, y todavía no podemos predecir qué ocurrirá en la elección presidencial del 3 de noviembre y cómo cerrará este fatídico año que tanto dolor y angustia ha generado.
Recuerdo que enero de este año fue tan traumático para los puertorriqueños, entre otras cosas por producirse terremotos de los cuales todavía el suroeste de la Isla no se recupera; que el pueblo decidió partir de cero y decirle adiós a enero como como si el año comenzara en febrero con fuegos artificiales y toda la cosa.
Lo que no sabíamos era que a la vuelta de la esquina, en marzo comenzaría el desmadre del Covid-19, donde todavía nos encontramos. La pandemia sigue azotando al mundo entero, aunque Estados Unidos ocupa el primer lugar en casos, con 6 millones, y en muertes, 183 mil y sumando.
En medio de la pandemia han sido cientos de miles de personas las que han perdido seres queridos por el virus, pero también por otros padecimientos en muchos casos mal atendidos por las cuarentenas y las crisis en los hospitales.
A nivel personal, en este maldito año perdí a mi padre, víctima de cáncer, de manera que 2020 quedará grabado por siempre en mi mente y en mi corazón, por más que quisiera borrarlo cuando pase.
Pero el Covid no sólo está cobrando vidas literalmente. Ha dejado a millones de personas sin trabajo, que batallan por el sostenimiento de sus familias en medio de un panorama que, lejos de mejorar, empeora. Las noticias diarias sobre la lucha por beneficios de desempleo o la espera por ayudas extra que no llegan se suman a las noticias de todos los negocios que poco a poco han dejado de existir, lastimando la economía a todos los niveles.
La crisis económica exacerba a su vez la salud mental en los hogares, vecindarios, ciudades, en el país entero.
Y si a eso le sumamos viejos flagelos que durante décadas nos han aquejado, como el racismo sistemático e institucionalizado, o la violencia policial, no es de extrañar que se intensifiquen las manifestaciones a través del país.
Pero uno de los problemas centrales para encarar todas estas crisis es la falta de liderazgo desde la Casa Blanca, partiendo de la irresponsable respuesta del gobierno federal a la pandemia, que resultó en que la cifra de muertos sea tan elevada.
El momento histórico que vivimos requiere de líderes a quienes realmente les preocupe el bienestar de sus gobernados y de la nación; líderes capaces de sentir empatía por los demás; líderes que no sólo quieran estar en gracia con un segmento de la población, el anglosajón, en detrimento de los demás. Líderes que traten de calmar a la nación y no fomentar la división y explotar políticamente todas las situaciones y a su favor.
Lamentablemente en este año terrible nos gobierna un presidente terrible que sigue haciendo exactamente lo contrario, y que en lugar de denunciar la violencia favorece a un bando y fomenta más tensiones. Ahora anuncia que irá a Kenosha, Wisconsin, la ciudad donde el afroamericano Jacob Blake recibió 7 disparos en la espalda a manos de un policía anglosajón, dejándolo parapléjico; y donde un seguidor de Trump de 17 años de edad mató a dos manifestantes e hirió a un tercero, sin que el presidente haya hecho referencia alguna al incidente. ¿A qué va? ¿A hacernos creer que le importa lo que está pasando o a atizar la leña? O quizá a firmar autógrafos como hizo en la Costa del Golfo azotada por el huracán Laura, donde sugirió que los vendieran en E-bay por 10 mil dólares.
Y a poco más de 60 días para las elecciones generales es de anticiparse que Trump fomente todavía más la división porque su campaña basada en el miedo está sembrando el espectro del “fraude” para movilizar a sus huestes.
Quisiera pensar que una mayoría añora el cambio y que este año terrible quizá nos sorprenda de salida con una buena noticia en las urnas. Quisiera.
El 3 de noviembre sabremos si para muchos de nosotros 2020 termina tan estrepitosamente como comenzó, o si se abre una puerta para la esperanza.