Maribel Hastings y David Torres
No se trató de un déja vu que nos remontó a 2015. Donald J. Trump oficializó el martes el anuncio de sus intenciones de buscar la nominación presidencial republicana en 2024 recurriendo a su cansado libreto de mentiras, exageraciones y burlas contra sus opositores.
En ese sentido, no hubo noticia ni verdadera sorpresa. En realidad, era de esperarse, dado tanto cacareo mediático y especulaciones entre los suyos, algo que fue pavimentando nuevamente el camino para este anuncio que, a decir verdad, carece de un verdadero peso político en el Estados Unidos que ya se perfila en otra dirección.
Pero aunque no cabe duda que tiene hechizado a sólo un porcentaje de su Partido Republicano —la llamada nación MAGA—, este anuncio se produce en circunstancias muy diferentes a las de 2015 y 2020.
En primer lugar, ya Trump fue presidente y los votantes saben lo que da. Es tan predecible que es fácil adivinar lo que sus discursos de campaña van a incluir, básicamente arropados por la retórica del odio y el narcisismo. Pero ante el avance que ha experimentado el país tras su derrota contundente en 2020, ya no puede vender la idea del “empresario millonario exitoso” que quizá puede hacer maravillas desde la Casa Blanca.
Lo que vivió el país fue una sucesión de escándalos de corrupción e investigaciones todavía en curso sobre un individuo que al sol de hoy sigue buscando cómo lucrar económicamente en su paso por la Presidencia, una figura que semeja más a un gángster que a un estadista. Y ahora, como los delincuentes reincidentes, quiere volver a la escena.
Pero quizá la mayor diferencia con respecto a 2015 y 2020 es que su Partido Republicano, a pesar de haber ganado el control de la Cámara Baja (209 escaños a 217) según los pronósticos, acaba de sufrir una derrota aparatosa a todos los niveles en las elecciones intermedias de este año. Su “tsunami rojo” se hizo sal y agua. El Senado quedó en manos demócratas y ganaron además gubernaturas, como la de Arizona y escaños en la cámara baja.
Es decir, el contexto en el que quiere imponer nuevamente el imperio del racismo, que no ha dejado de asomar la nariz en el país, es tan diferente que le será cada vez más complicado penetrar en la conciencia social; salvo entre sus aplaudidores que ya se afilan las garras pensado quizá que pueden hacer retroceder a una nación que ha probado que en la diversidad cultural y demográfica radica su mayor éxito. Esto es, Trump aparece en un momento en que ya no lo necesita la nación que Estados Unidos quiere ser.
Con base en esto último, lo más importante es que los candidatos extremistas apoyados por Trump perdieron sus contiendas. Los electores rechazaron a candidatos negacionistas que siguen propagando la mentira de Trump, de que le “robaron” la elección de 2020; también rechazaron el extremismo, la división, las teorías conspirativas del “reemplazo” y de la “invasión” a través de la frontera.
A pesar de los pronósticos de que la inflación aplastaría a los demócratas, los electores también decidieron elegir candidatos que protejan derechos como el aborto y mostraron con sus selecciones que les preocupa el futuro de nuestra democracia.
¿De qué nuevo odio y mentiras estará impregnada la retórica trumpista como arma político-electoral esta vez, cuando ha quedado probado su fracaso? Sus estrategas deben estarse quebrando la cabeza para salir al paso ante un electorado más consciente y preparado a enfrentar con su voto esa vertiente del mal contemporáneo que representan Trump y los suyos, tanto para este país como para el resto del mundo; pues también hay que ser conscientes de una realidad irrefutable: Trump no viene a jugar limpio ni a garantizar la democracia. Viene por venganza personal, no política ni ideológica. Quiere el poder por el poder, eso está en su turbia naturaleza.
No cabe la menor duda de que la elección intermedia fue un referendo sobre el trumpismo, que quedó muy mal parado.
De hecho, y a juzgar por la reacción a las aspiraciones del expresidente entre algunos círculos republicanos, es evidente que Trump se ha convertido en un lastre para un Partido Republicano que lo acogió con los brazos abiertos mientras les supuso triunfos electorales.
Pero ahora la historia hoy es muy diferente. Solamente trajo derrotas. Y eso, precisamente eso: derrotas, es lo que ningún partido político aceptará jamás, sobre todo entre quienes sostienen campañas con sumas millonarias de dinero e invierten para armar candidatos dispuestos a ganar. Trump ha probado ser un perdedor, ante su país y ante la historia.
Eso no quiere decir que haya que subestimarlo, porque aunque al final no sea el nominado, hay otras figuras extremistas que sin ser Trump han ganado terreno; como el caso del gobernador de La Florida, Ron DeSantis, quien fue reelecto de manera abrumadora aunque su estado no es indicativo de lo que ocurre en el resto del país.
Lo que sí es indicativo de una división interna republicana es el enfrentamiento que se prevé entre DeSantis y Trump en los próximos meses; de hecho, se vio a fanatizados seguidores del exmandatario, previo a su anuncio, pisotear carteles de propaganda del gobernador de La Florida. Y para no quedar descobijado totalmente, Trump elogió anoche sólo al gobernador de Texas, Greg Abbott, por su “trabajo” en la frontera.
Pero incluso donantes de campaña y otros líderes del Partido Republicano quieren pasar la página y reconocen el lastre que es Trump.
De todos modos, no hay que bajar la guardia, pues con Trump o sin él, la semilla del extremismo ya está sembrada. No germinó en 2022, pero no se sabe qué pueda ocurrir en los próximos dos años.