Hay políticas migratorias que rayan en el terrorismo

Maribel Hastings y David Torres

Al ver a Donald Trump autocongratularse por el operativo que resultó en la eliminación del líder del Estado Islámico (ISIS), Abu Bakr al-Baghdadi, y referirse a los horrores perpetrados por el extremista y sus seguidores, es inevitable pensar que el terror también se manifiesta de otras formas motivadas por medio de la crueldad y los cálculos políticos. Sobre todo, cuando estos se ejercen sin consideración alguna contra el más vulnerable, incluso si este pide ayuda a quien clama en teoría ser el paladín de los desvalidos, pero que en la práctica le cierra la puerta y, con ello, la esperanza.

El terror que, de forma estereotipada, Trump, su Congreso republicano y un sector de este país condenan es, según ellos, personificado por ciudadanos de Oriente Medio, usualmente musulmanes. Pero el terror que infligen los dictadores a los que Trump admira, como Vladimir Putin, o el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, a quienes felicitó por su “colaboración” en el operativo, se minimiza porque no hay un punto de referencia con el que relacionarlos, como por ejemplo, los ataques terroristas del 9-11. Así, abandonar a los kurdos sirios a su suerte tampoco es visto como un acto de terror, aunque la consecuencia sea la misma, de muerte y destrucción.

Y luego se pregunta este país, y con él su sociedad, ¿por qué la animadversión internacional hacia todo lo que toca Estados Unidos está en constante efervescencia?, desde la invención de un conflicto para sostener un régimen, hasta la venta de armas para desestabilizar toda una región. Es una fórmula que, de tan gastada, se ha convertido en un teatro del absurdo que también tiene un resultado devastador sobre miles de inocentes que en algún momento se verán obligados a emigrar hacia donde se pueda.

De este modo, también se minimiza el terror que esta administración ha oficializado a través de sus políticas migratorias en la frontera con México y su sistemático desmantelamiento de las leyes de asilo que amparaban a personas que vienen huyendo de otro tipo de terror: el del narcotráfico, el tráfico humano, las pandillas y la corrupción que minan a países de Centroamérica y a otras tantas naciones.

Lavarse las manos ante esta situación que aflige y azota sin misericordia a otras zonas del mundo en las que tuvieron una flagrante influencia anteriores administraciones estadunidenses es, al mismo tiempo, un acto de negligencia histórica e irresponsabilidad política. Los hijos y los hijos de los hijos de aquellos que un buen día se quedaron sin nada por las guerras civiles orquestadas desde Washington vuelven, al parecer, a quedar sin nada, más que con su derecho a emigrar, pero el que está hoy mismo denegado.

Así, el círculo se cumple: miles de familias completas, menores no acompañados y otros migrantes tienen que abandonar sus países, huyendo del terror. Es otra manifestación terrorista minimizada por la Casa Blanca, los republicanos del Congreso y un sector de la nación que los apoyan, y no resulta difícil concluir que hay motivaciones raciales en ello. Quizá si los refugiados y los niños tuvieran rasgos sajones, habría más empatía.

Ese es precisamente el otro punto de inflexión en el que el terrorismo emanado de la actual Casa Blanca hacia los migrantes que no le agradan se ha venido oficializando con cada orden, decisión, fallo o propuesta que tenga que ver con el tema migratorio, al que el asesor presidencial, Stephen Miller y sus secuaces parecieran tener sometido en un cuarto de tortura y de terror cada vez más inhumano.

Y una vez que esas familias pueden llegar a la frontera sur, vuelven a ser aterrorizados de otros modos: separación familiar; extravío de niños que todavía no se sabe dónde están; encierro de adolescentes cuyo paradero es desconocido; ser hacinados en condiciones infrahumanas; no recibir cuidados médicos adecuados o enfrentar tantos escollos para solicitar asilo. Esto último ha provocado que muchos terminan regresándose o, en el peor de los casos, suicidándose, como hizo un migrante cubano tras meses de detención, según reportó la prensa.

Pero a esto no se le llama terrorismo aunque sean políticas que infundan terror y que, como concluyó el reciente reporte de la Comisión Estadunidense de Derechos Civiles, se trate de políticas que infligen amplios “daños físicos, mentales y emocionales, potencialmente irreversibles”.

Y eso no solamente se está viendo ya en esta etapa de la historia regional de la migración, con cientos de miles de proyectos de vida destrozados, sino que se verá reflejado aún con más intensidad en una o dos generaciones, cuando los rechazados hayan conformado un ejército de desamparados en busca de nuevos horizontes, aun en la desesperanza.

Sin minimizar los horrores y el salvajismo de ISIS, el terrorismo no sólo se logra con bombas y suicidas. También hay políticas públicas que matan.

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